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Fujimori, la casta y los dinosaurios

Por Orlando Mazeyra

Los amigos del barrio pueden desaparecer, los cantores de radio pueden desaparecer, los que están en los diarios pueden desaparecer —cantaban todos, al unísono, oyendo la rocola al más alto volumen—. La persona que amas puede desaparecer… ¡Pero los dinosaurios van a desaparecer!

¿Lo harán? ¿En verdad desaparecerán para siempre estos entes trasnochados y perversos? Todo indica —¡ay!— que no. Hace diez años, por ejemplo, Jorge Rafael Videla murió en prisión en medio de la más absoluta indiferencia (fue un día cualquiera en la tierra de Bernardino Rivadavia) y nadie de su estirpe incursionó en la malhadada política argentina hasta el día de hoy en que esa suerte de Anticristo de la Libertad Pervertida ha ganado, a galope y con carajos de por medio, las elecciones presidenciales en segunda vuelta. No nos mintamos: ese esperpento llamado Javier Milei sería visto con muy buenos (y entrañables) ojos por los dictadores de la Argentina —Viola, Galtieri, Bignone, etc.—; y viceversa.

El año 2006, Augusto Pinochet murió en un hospital militar chileno dejando pendientes cientos de cargos por violaciones a los derechos humanos, evasión de impuestos, entre otros. Durante 17 años fue el Hombre de Hierro en Chile, el espadón admirado por buena parte de la derecha peruana más despótica, ciega y radical. Pinochet lleva más de 17 años muerto, pero lo cierto es que sigue gozando de muy buena salud. Hablar de este infame personaje en Chile (y también en el Perú, seamos sinceros, basta con hacer una encuesta en el congreso) puede fomentar encendidos debates y provocar extravíos clamorosos y perturbadores. Muchos lo recuerdan con nostalgia; y otros quieren que vuelva reencarnado “a poner orden” con la sanguinaria bota de cachaco, como antaño.

Fujimori, la casta y los dinosaurios




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