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La presidenta “misti”, el titiritero y el descontento campesino-indígena

Dina Boluarte desapareció públicamente desde la noche del lunes 9 de enero, el mismo día en que graves enfrentamientos ocurridos en Juliaca dejaron un nuevo saldo violento con muertos y heridos. Dos oleadas de protesta -la primera en diciembre pasado y la segunda después de una tregua de navidad y fin de año- han sacudido a las regiones del Sur andino (Apurímac, Ayacucho, Puno, Cuzco y Arequipa, sobre todo). La respuesta del Estado ha sido una brutal represión militarizada, que ha ocasionado aproximadamente medio centenar de muertos y más de quinientos heridos. La gran mayoría de las víctimas eran civiles de las regiones mencionadas, en buena medida jóvenes y que pertenecían a una extensa franja de sectores populares residentes en las ciudades y el campo, de raigambre andina, provinciana, “chola” o mestiza e indígena. La geografía de la protesta no constituye un dato casual. Los datos sociales de los protestantes y muertos tampoco.

Ese fatídico 9 de enero, mientras miles de manifestantes movilizados hasta los alrededores del aeropuerto de Juliaca se enfrentaban con policías y militares, en Lima la presidenta Boluarte presidía una reunión del Acuerdo Nacional. La noticia de las muertes que estaban ocurriendo en Puno obligó a la suspensión de dicha reunión. Hace rato el Acuerdo Nacional se asemeja más a un reencuentro periódico de personajes notables con escasa representatividad social efectiva. El Perú es un país en el cual los tejidos sociales y organizativos han sido deteriorados hasta el límite. En ausencia de verdaderas vías de representación política y social, muchas instituciones languidecen, permaneciendo apenas como cascarones útiles para las pantallas. Los partidos políticos, de otro lado, han terminado siendo redes de poder ligadas a caudillos/propietarios, con mayor o menor presencia territorial, que se activan sobre todo alrededor de las elecciones. Algunos no tienen reparos en mostrarse como empresas electorales, que exhiben el salto hacia la arena política de negocios particulares exitosos. Así, en gran medida los cargos públicos electos resultan más nominales que reales: son el oropel de prestigio e influencia política que redondea el éxito personal, familiar o de grupo.

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