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La rabia permitida y la no permitida

Hace dos años, los seguidores del republicano Donald Trump tomaron el Capitolio en Washington DC, no contentos con el resultado electoral y tratando de impedir la toma de mando del demócrata Joe Biden, alentados por tweets del mismísimo Trump, de su asesor ultra conservador Steve Bannon y organizados vía redes sociales. Entre los ciudadanos que protestaban, agitando y vistiendo la bandera nacional, había también militares en ejercicio y exmilitares. Se trataba de un cierto pueblo estadounidense en shock frente a los resultados de la rotación normal del poder siguiendo las reglas del juego democrático, que sentía que estos resultados ponían en riesgo a la nación en su conjunto y, en nombre de ella, justificaban sus acciones. Ante la rabia, frustración y miedo de cara a los resultados, no encontraron líderes que, con el ejemplo y regulando sus propias emociones, los ayudasen a encontrar la ruta hacia la calma y modelasen para ellos modos menos violentos de hacer oposición, respetando las reglas de juego y las instituciones que las sostienen. Trump no reconoció su derrota, ni siguió los protocolos de entrega de mando y se fue a Miami. Desde antes, durante la campaña electoral, fue sembrando la idea de que el proceso era fraudulento, que le querían robar el voto, y luego de su derrota exteriorizó sus emociones vía tweets. Pataleta, cobardía (disfrazada de valentía) y huida: Trump pateó el tablero en lugar de seguir jugando. O mejor dicho, pateó el tablero porque ese parece ser el nuevo modo de jugar: si pierdo, entonces lo siguiente es cuestionar y tratar de cambiar las reglas para que el juego siempre sea a mi favor. Y si no puedo hacerlo, lo niego, no existe, me voy, y me llevo conmigo mi resentimiento a que siga fermentando y estalle en algún futuro cercano.

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