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Sobre “Como fulgor de un sol adormecido”, de Nilton del Carpio

Entre los poetas que surgieron en Arequipa en los últimos años del siglo pasado —qué lejano parece estar aquel tiempo—, época convulsa e insegura, pero al mismo tiempo renovadora y expectante, la voz de Nilton de Carpio ya se manifestaba singular. Mientras sus compañeros de generación, y los de formación universitaria, se despercudían del lenguaje cotidiano y coloquial que alcanzó a imponer el grupo Hora Zero en los años setenta, o retornaban al lirismo moderno de la academia, trataban de esquivar el palabrerío chicha e informal frente a la tradición que se diluía, y se enfrentaban al vertiginoso desarrollo de la tecnología de los medios de comunicación, Del Carpio concentró su mirada, lenguaje y emoción en el paisaje, la nostalgia por la infancia de barrio y el recuerdo de la experiencia familiar.

Arequipa era entonces una ciudad en desordenado crecimiento urbano y demográfico. La ciudad se expandía hacia la periferia del centro histórico y los primeros barrios residenciales, al inicio ocupando los terrenos arenosos y polvorientos de la zona cercana a las faldas de los volcanes y, luego, en el otro extremo, construyendo sobre la verde campiña que se extendía en la parte baja del valle del Chili, que, al mismo tiempo, se convertía en el lánguido río que, casi, muerto, completa su paso por estos lares para continuar su ruta hacia el mar. Nilton del Carpio, y poetas jóvenes como el finado Leandro Medina, escribirían, premonitorios, sobre el desastre: Viejo tambo empedrado/ No muy lejos/ No muy lejos las luces avanzan… (Tambo Rojas, Leandro Medina).

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