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Encuentro en el barrio de los abuelos

Por Ronald Vega-Pezo

Tiempo después de la muerte de Betty la española nos mudamos al barrio de los abuelos. Saliendo del colegio no había nada mejor que hacer que jugar al fútbol en la calle; éramos felices entre camisetas sudorosas y chistes obscenos, en tardes de amistad intensa, y marcianos de fruta; felices en el ocaso de nuestra inocencia, cruzando esa puerta que nos lleva de la infancia a la adolescencia… Sí, felices, salvo cuando la pelota caía sobre el jardín del señor Morales.

El barrio de los abuelos hacía honor a su nombre. Durante el día solo gente mayor. Ancianas canosas y desdentadas, magros músculos en tensión cargando pesadas bolsas de compras por las mañanas, o viejos, tan acabados como ellas, que se juntaban por las tardes a charlar en las esquinas o a tomarse una copita en algún bar. Los había quienes, como el señor Morales, no tenían otra actividad a la que dedicar tiempo, y sobre todo energía, que al cuidado de su jardín. Días antes nos amenazó con lanzar la pelota al techo de su casa, donde Sultán, dóberman de poderosas mandíbulas, esperaba ansioso para destrozarla.

Aquella tarde, al calor de un desempate y ante atónitas miradas adolescentes, la pelota cayó en el jardín de Morales. La ley era clara: el último que la toca la recoge. Con el batir del corazón en los oídos avanzo despacio, alzados los talones, encogido el cuerpo, acercándome al jardín. A esa hora Sultán dormía la siesta, calle silenciosa. Contra lo esperado, la que se abre es la puerta de enfrente, desde donde un hombre con bastón camina lento a mi encuentro. Luego todo sucede al mismo tiempo: Morales abre su puerta, aparece, y Sultán, siesta interrumpida, furioso comienza a ladrar.

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