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Un amor muy arequipeño

Por: Orlando Mazeyra

Yo, a inicios de los años noventa y como la mayoría de los adolescentes de mi generación, pasaba por la flamante Gran Vía casi todos los fines de semana. En aquellos tiempos del siglo pasado ese era uno de los centros comerciales más modernos y concurrido de Arequipa. Allí, de súbito, una tarde la vi (solita y rozagante, cercanísima) por primera vez y quedé prendado para siempre.

El amor fue a primera vista, por supuesto. Un flechazo digno de una versión mejorada —y remasterizada— de Cupido.

Sin duda alguna, me jodí con magnificencia. Me convencí de que, contra viento y marea, tenía que ser mía. Nadie me la podía quitar porque, antes de que ocurriera tamaña desgracia, sería preferible la muerte.

¿Qué podía hacer si me pasaba las noches en vela pensando tozudamente en ella? Así asomó el terrible insomnio y sus nefastas consecuencias. Tuve, pues, que tomar una decisión rápida para solucionar el amargo inconveniente.

Empecé a ahorrar con toda intención porque comprendí que, sin dinero, ella nunca saldría conmigo («maldito mundo materialista», me dije en silencio mientras examinaba mi billetera). No más salteñas en los recreos, no más helados D’onofrio al salir del colegio, no más revistas, no más libros, no más gaseosas y no más chocolates Sublime. Muchas privaciones de toda índole se justificaban para poder cebar a diario mi pequeña alcancía hecha con una lata reciclada de leche Gloria. La única distracción gratuita y estimulante era el sintonizado programa deportivo que conducía por las noches Pierre Marcel Manrique Valencia en los novecientos de Nevada.

Un amor muy arequipeño




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