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Los amigos

El libro lo armamos usando dos sillas y una placa de acrílico a manera de mesa de montaje. Con tijeras y algo de goma íbamos cortando y pegando las palabras

Alonso Ruiz Rosas fue el primer y más combativo secuaz en la aventura de la poesía. Recuerdo que había heredado un enorme escritorio y en la casona de su tía Judith nos reuníamos a corregir minuciosamente cada poema, cada verso, cada palabra que habían surgido en las inmediatas 24 horas.

No me avergüenza confesar que un barato vino de damajuana era nuestro fiel compañero, y bajo la influencia de este letal elixir solíamos patrullar las calles del centro histórico, protagonizando las inevitables travesuras literarias. Recuerdo que con increíble frecuencia visitabamos la plaza San Francisco acompañados por Isabel Olivares y Sergio Carrasco, y allí Alonso recitaba a voz en cuello largos poemas de Francisco de Quevedo.

Otro de los templos claves fue la casa de la familia Maldonado. Casi todas las tardes nos recibía Angelita y ahí, escuchando a La chica de Ipanema, debatíamos sobre asuntos como eso de que para encontrar algo verdadero hay que estar verdaderamente perdido, o que el amor está básicamente hecho de lugares comunes, o que cualquiera, en un mal día, puede ponerse en contacto con el desconocido que habita detrás de sus pestañas. Cosas de ese tipo, hasta que llegaban las ocho de la noche y nos dirigíamos al Quinqué, un bar indispensable en la calle santa catalina. Pero claro, no todo era la épica del poeta joven. Cuando finalmente logré coleccionar una razonable cantidad de papeles surgió la idea de publicar.

Los amigos




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