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Cuajone, minería y desarrollo rural

“Ya se vio cómo en Chumbivilcas, en agosto, con el ingreso a caballo del entonces primer ministro Guido Bellido, no llegó una sola idea”

 

Por: Alfredo Quintanilla 

Hace muchos años, en el verano de 1976, tuve oportunidad de visitar Cuajone, en Moquegua, el nuevo yacimiento de cobre, antes de su inauguración. Con mis acompañantes vimos el tajo, la Villa Botiflaca, que albergaría a dos mil trabajadores y sus familias, y Villa Cuajone, donde estaría instalado el staff, con casitas de dos pisos y jardín, incluida la casa del presidente de la Southern Peru Copper Corporation. Al final, fuimos invitados a la oficina de Joe De la Campa, el jefe del proyecto de construcción. Era un hombre gigantesco, cubano de nacimiento, perfectamente bilingüe, que, sin que se lo pidieran, soltó rápidamente algunas anécdotas, entre ellas, la recomendación que había hecho para que en el diseño de la villa se incluyera una capilla, la inicial negativa del presidente, hasta su final aceptación. “Son sajones, no entienden a los latinos y nuestras costumbres”, concluyó.

 

He recordado el episodio, al enterarme que ya son más de cuarenta días que Villa Botiflaca, y la mina no reciben el agua del reservorio de Viña Blanca, porque fue tomado por los comuneros de Tumilaca, Pocata, Coscore y Tala que cerraron el acueducto. Como si, de golpe, hubiéramos vuelto a la Edad Media, a las ciudades amuralladas que eran sitiadas hasta rendirlas por falta de agua. Por increíble que parezca, algunos abogados han convencido a esos comuneros que alguien les debe cinco mil millones de soles (5,000’000,000) por usos de sus tierras y aguas desde que empezó el proyecto hace cincuenta años.

 

En los años de la dictadura militar, se pasó por encima de las comunidades, sin siquiera consultarles, como se sigue haciendo hasta hoy, en aras del “desarrollo nacional” o de la inversión minera, ecuación que se acciona por reflejo en la mente de muchos. No había en esa época la idea (menos las leyes), de hacer partícipes de la extracción de la riqueza a las comunidades colindantes con el proyecto.

 

La Ley del Canon recién se aprobó en el 2001 y permitió que la mitad del impuesto a la renta que pagan las empresas mineras fuera distribuida entre el gobierno regional y los gobiernos locales y las universidades públicas del departamento en el que están ubicadas.

 

Pero esto ha sido completamente desigual con pocas zonas beneficiadas y ha tenido distorsiones absurdas como que el opulento distrito de San Isidro de Lima también reciba canon porque las oficinas matrices de algunas empresas están dentro de sus límites, o el que los distritos en los que se ubican los yacimientos hayan acumulado tal cantidad de dinero que se gastan en estadios, coliseos, mercados, piscinas, monumentos y cemento y más cemento, sin que el bienestar de las familias haya mejorado o las dimensiones cultural, social, política o ambiental del desarrollo humano, hayan sido tomadas en cuenta (2). Alcaldes que prefieren gastar en asfalto, antes que en agua potable; en veredas, antes que en contratar médicos; en remodelar los parques, antes que en una biblioteca y una bibliotecaria; y en monumentos, antes que en forestación o modernizar sistemas de riego o en apoyar proyectos productivos.

 

La aplicación del Canon (que incluye el petrolero, gasífero, hidroeléctrico, forestal y pesquero), también trajo como consecuencia el reclamo de las comunidades campesinas y nativas aledañas, propietarias de las tierras por donde pasan carreteras, ductos o líneas eléctricas de los complejos productivos que quedaron excluidas de los beneficios.

 

Lo que tenemos en Cuajone y en muchos lugares del país es un conjunto de contradicciones que no sólo enfrenta a comuneros con empresas; sino también a comuneros con trabajadores mineros. Urge resolverlos y se supone que un gobierno de izquierda los habría abordado con mayor legitimidad y sagacidad. Pero lo que ha habido es parálisis y ni siquiera el piloto automático que aplique la burocracia especializada en estos menesteres; porque, al parecer, esos especialistas ya no trabajan en la Presidencia del Consejo de Ministros – PCM. Ya se vio cómo en Chumbivilcas, en agosto, con el ingreso a caballo del entonces primer ministro Guido Bellido, no llegó una sola idea nueva para abordar estas contradicciones que, al no resolverse, amenazan con matar la gallina de los huevos de oro que son las operaciones mineras.

 

Desde la época del gobierno de Alejandro Toledo, esas contradicciones se han resuelto temporalmente con vagas promesas para el desarrollo de las comunidades campesinas y pueblos que rodean las minas o con la represión policial. La época de bonanza de los precios de los minerales de la primera década del siglo pasó sin que hubiera un beneficio neto para ellos. Por el contrario, el boom inmobiliario de Lima muestra adónde fueron a parar esas utilidades.

 

¿Cuál ha sido el tratamiento que desde el Estado se ha dado al respecto? Para decirlo en breve: no hay una política pública que promueva o fomente planes de desarrollo integral del entorno de los yacimientos petroleros, mineros, gasíferos o hidroeléctricos y comprometa a las empresas en su financiamiento. Las empresas por su propia iniciativa han plasmado su responsabilidad social firmando Convenios Marco con las comunidades de su entorno para financiar (en el mejor de los casos) proyectos productivos, educativos, medioambientales. El problema es que la Southern se ha negado tercamente a dialogar con las comunidades vecinas; lo que sí ha hecho Anglo American, que explota al lado la mina de Quellaveco, firmando su convenio marco.

 

Un convenio modelo fue el que acordaron a comienzos del nuevo siglo, la empresa australiana Billiton, cuando explotaba la mina de Tintaya, con las comunidades de la provincia de Espinar y su alcalde Oscar Mollohuanca, quien hace poco falleció prematuramente, para consternación de todos sus vecinos. Sin embargo, ese acuerdo fue incumplido por la nueva empresa propietaria, lo que trajo otro conflicto en el 2012, que fue “resuelto” con la represión policial y el encarcelamiento de los dirigentes comuneros y de Mollohuanca. Fue ese conflicto, junto con el de Conga, el precipitó la ruptura de la izquierda con el gobierno de Humala.

 

En el conflicto entre Las Bambas y los comuneros del llamado corredor que va por Chumbivilcas y Espinar ocurrido en 2019; la empresa china mostró cómo los comuneros de Fuerabamba, a cambio de sus tierras mineralizadas, habían recibido un millón de soles y el traslado a Nueva Fuerabamba, un conjunto de edificios multifamiliares. Fueron diseñados, seguramente, por arquitectos que nunca vivieron en la sierra del Perú, y no tienen idea de las costumbres de quienes los habitarían, antes de que el dinero empezara a fluir en abundancia a sus bolsillos.

 

Los publicistas se esforzaron en mostrar que había escuelas, dos capillas (¿católica y evangélica?), mercado, local comunal, un taller de artesanía, “un anfiteatro y museo”. Pero encerrar a una familia en un departamento citadino, donde no hay privacidad, acostumbrada a grandes habitaciones y un patio, un huerto; un gallinero y un baño alejado del comedor, es tratarla como a refugiados de una guerra, en este caso, cultural.

 

¿Cómo las empresas y los mismos comuneros conciben la participación en las riquezas? ¿Qué nociones se tienen sobre el desarrollo rural? El desarrollo rural parece ser una nebulosa en la que, a las nuevas tecnologías verdes para aumentar la producción agrícola y ganadera; sólo le siguen “una salud y educación de calidad”. No reflexionamos antes, ni ahora que los conflictos son recurrentes, sobre las consecuencias de inyectar más dinero al bolsillo de personas carentes de lo elemental; como si el modelo de equipamiento y dinámica urbana fuera el horizonte hacia el cual deben dirigirse necesariamente como tachuelas al imán del capitalismo posmoderno.

 

Pasar de una situación de pobreza, a recibir un millón, debe de haber sido un salto brutal; como les ocurrió también a los comuneros de Chinchero a los que les compraron sus tierras para construir el aeropuerto en Cusco. PPK, antes de ser presidente, había propuesto la revisión de la Ley del Canon, tomando en cuenta las reclamaciones de las comunidades vecinas; y el ineficiente uso de sus fondos por las municipalidades y universidades; y llegó a proponer que hubiera una distribución de esos montos entre las familias y no sólo entre los gobiernos locales. Su abrupta salida de la presidencia impidió que llegara a formular una política alterna.

 

Dudo mucho que los propietarios de Nueva Fuerabamba hayan dado uso al museo. ¿Sus maestros difundirán a Cervantes, Shakespeare o Mozart entre esas familias? Dudo que los gobiernos regionales de las zonas mineras llamen a concursos para médicos especialistas o maestros de música y artes. Dudo que hayan pensado en una biblioteca y en una bibliotecaria.

Eso sí, el monopolio cervecero hace su agosto en todas las zonas mineras. Más bien, vi en Nueva Fuerabamba, como en Chinchero, las camionetas 4 x 4, las zapatillas de marca, los teléfonos de última generación; las enormes cajas de televisores y otros artefactos eléctricos y de play station llegar y atravesar las barreras de vigilancia. Estilos de vida, ajenos a su cultura, como dice Joseph. Trago, fútbol y porno para los nuevos ricos y Chibolín para sus mujeres todos los sábados. ¿Es tan difícil pensar en serio cuáles pueden ser las alternativas de fondo a los conflictos mineros; pensar en el desarrollo humano, más allá del dinero que tape la boca de los protestantes? ¿Es posible retomar la lucha por pan y libertad, como decía Víctor Raúl o por el pan y la belleza, como escribió Mariátegui?

(1) Jaime Joseph advierte contra el modelo de desarrollo de la globalización neoliberal; pues “trae consigo valores éticos y culturales que inducen estilos de vida ajenos a la realidad en que se aplican. La persona y la comunidad pierden la centralidad; las reemplazan el mercado y la dinámica del crecimiento productivo, comercial y financiero” en “La ciudad, la crisis y las salidas”. Alternativa -UNMSM p. 90.




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