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Adónde fueron a parar los genecillos que mataron a José Carlos Mariátegui?

Por:  Jorge Rendón Vásquez  

 

Al otear el relieve histórico de la cultura peruana se advierte en seguida que la más alta cumbre del pensamiento es José Carlos Mariátegui. Y no sólo por sus certeros juicios sobre nuestro pasado —dominado por el despotismo, la hipocresía y la corrupción, sacralizados por la plutocracia, que él exhumó y analizó—, sino, sobre todo, por el futuro socialista que avizoró para nuestro pueblo.

 

El semblante sereno de José Carlos Mariátegui y sus oscuros ojos en su rostro de perfil afilado mestizo revelaban su exultante inteligencia; y su manera de expresarse, con frases de elegante estilo, dichas con voz clara y extraña a las estridencias, llevaba a sus interlocutores a la convicción de que estaban ante un hombre de extraordinaria y vasta cultura. Y, sin embargo, le eran ajenos la altanería, la presunción y el desdén, que suelen marcar como primeros rasgos a los intelectuales al uso. Departía con todos con la misma sapiencia y confiriéndoles similar atención. Viéndolo, escuchándolo o leyendo sus escritos se reconocía en él al hombre bueno y, además, a un paradigma de la decencia.

A pesar de ello, tuvo enemigos. No porque él los hiciera. Personalmente era incapaz para las ofensas. Lo vieron y clasificaron como un acérrimo enemigo los titulares de la cúpula del dinero, y tuvo que enfrentarse también a una enfermedad que acabó postrándolo físicamente y arrastrándolo a la muerte.

 

El establishment consideró siempre a José Carlos Mariátegui como un peligro para su estabilidad y subsistencia, y lo hostilizó; atacándolo desde su prensa y echándole encima a los sabuesos de la policía. Varias veces fue llevado a la cárcel, y, en cierta ocasión, cuando él tenía veintitrés años, un teniente del ejército de talla enorme, ingresó a la redacción del periódico El tiempo, donde trabajaba, lo abofeteó y derribó, a él que era pequeño, esmirriado y con una pierna inútil. José Carlos, sin amedrentarse y con la dignidad incólume, retó a duelo a su agresor y éste aceptó, sabiendo que su adversario desconocía el uso de la pistola, pero los padrinos impidieron el encuentro. Este escándalo dio lugar a la renuncia del ministro de Guerra.

 

Más amarga fue la lucha de José Carlos Mariátegui contra la enfermedad degenerativa que lo agobió tempranamente y a la que se sobreponía con altivez; sin resignarse a la desgracia ni perder su sentido del humor.

En la mitología de la Roma antigua existían los genios del bien y del mal que más tarde el imaginario popular convirtió en dos pequeños duendes llevados por toda persona sobre cada hombro, invisibles para los demás. Según esa leyenda, el genio del mal se obstina en convencer a la persona, hablándole al oído para que cometa los actos más perversos, consejos que el genio del bien combate, llamando a su protegido a la reflexión. Del genio que se imponga en la discusión depende la conducta de la persona. Me imagino que en José Carlos, el genio del bien triunfaba siempre.

La ciencia de la biología ha tomado de esa leyenda la idea de los genios para denominar genes a las unidades más pequeñas de los seres vivos; que le dan su configuración y se transmiten por la herencia. Hay también genes buenos y genes malos. Los buenos pueden determinar una vida más larga y saludable, como los malos una vida más corta y propensa a las enfermedades. Es posible también que la inclinación a admitir y respetar los valores tenga su primario origen en los genes buenos, como, al contrario, la atracción por los antivalores se deba a los malos. Por lo general, la educación, las ciencias y las técnicas domeñan a los malos y hasta pueden neutralizarlos.

Pienso que en José Carlos Mariátegui los genecillos malos le causaron la enfermedad con la que luchó gran parte de su vida. Se congregaron en una de sus piernas y no pararon hasta que la cirugía intervino cortándosela. Y siguieron su aviesa faena hasta abatir su vida a la edad de treinta y cinco años; cuando estaba en la plenitud de sus facultades mentales y de su producción teórica.

Esos genes malignos —potros de bárbaros atilas, como dice un verso de nuestro gigantesco César Vallejo—, que concurrieron al mismo propósito de sus enemigos, no desaparecieron. Tuvieron que saltar por la herencia a sus descendientes biológicos, mezclados con los genes buenos.

Por curiosidad intelectual es válido preguntarse a dónde fueron a parar esos genes malignos. No es verosímil que se detuvieran en sus hijos. Tal vez se reunieron en la generación siguiente, formando una colonia y ocupando el cerebro de alguno de ellos. Pero, ¿cuál?

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